Un bar de los de toda la vida, de esas tascas madrileñas ajenas a la fiebre franquiciadora y con el suelo lleno de servilletas usadas y mondadientes de madera, hace de infinita madriguera. Infinita porque la espera en esa barra de zinc parece no tener final. Has seguido a un conejo blanco por la calle y te ha traído hasta aquí. Sin saber más, sin más pistas.
Vuelve a aparecer el conejo, zigzaguea entre las piernas de los parroquianos y te lleva hacia una puerta verde. Sin glamour. Rodeado de horarios de empleados y de carritos de lavandería. Corres tras la estela del conejo. En el último parpadeo visualizas un flash del tablón de anuncios sindical junto con el calendario de vacaciones de este año. Seguís a toda prisa, los dos os saltáis la obligación de poner el dedo en el detector de huellas que controla la entrada de los trabajadores. “Seguimos usando métodos de la revolución industrial, sistemas de hace dos siglos” farfullas, pero tienes que seguir corriendo, concentrado en el conejo. Seguro que te lleva a alguna parte piensas esperanzado, hasta que, en un recodo del laberinto de pasillos, el conejo desaparece. Decides seguir a toda prisa, dejarte llevar, dejarte caer.
Temes abrir alguna puerta y aparecer en plena partida de bridge de unas señoras de cabelleras cardadas, casi esculpidas, o molestar a algún banquero en el estudio geométrico de su siguiente carambola fiscal sobre el verde tapiz de las mesas de billar francés.
No sabes por qué pero el instinto te ha llevado hacia un pequeño distribuidor, ves una bola del mundo al fondo. Piensas, como Alicia, que, después de tanto caer, a lo mejor estás ya en las antípodas. Pestañeas, olvidas Australia y ases el pomo dorado de una puerta beige huérfana de encanto. Llegaste…
Justo al entrar en ese mundo, te sientes desorientado. Ha sido muy sinuoso el camino y muchos los estímulos visuales como para acostumbrarte rápido a esta luz violeta que da un aspecto futurista a todo lo que te rodea.
Alguien te habla. En el fondo de la bruma malva entrevés una figura. Ansías que esa figura te dé una respuesta a lo que está pasando desde que decidiste seguir al conejo por la calle de la Aduana arriba. Pero esa figura sólo tiene un consejo, una pócima para que puedas entrar en su mundo. Te pide que te relajes y te dejes llevar. Asientes con la cabeza y, en ese momento, te haces pequeñito, encoges, tomas perspectiva, alzas la vista por primera vez y te encuentras en un mundo nuevo rodeado de olivos con extrañas formas de tubos de ensayo, un mundo en el que empieza todo a funcionar con tu propia energía. Abres un libro, te sumerges siguiendo el consejo de la figura malva: “No compares, no busques sentido a lo que vas a vivir; solo siente”.
Éste será un viaje hacia las emociones, distintos paisajes y distintas vidas cabrán en un mismo espacio. Como un alquimista, prepararás un brebaje con luces que habrás de beber. Recorrerás las cuatro estaciones del año, con sus temperaturas, con sus olores, con sus texturas y sabores. Globos aerostáticos serán tus ingrávidos camareros mientras una coreografía sutil de duendes invisibles van maridando cada mundo con su mejor vianda. Si en algún momento sientes vértigo y todo te da vueltas, no te preocupes, sigue dejándote llevar, sigue la danza derviche de esa seta que gira y gira sin parar en su movimiento asceta. Probablemente, cuando quieras darte cuenta, estarás en un comedor versallesco rodeado de nobles con pelucas empolvadas y candelabros rococós. “¡Que le corten la cabeza!” sentencia la Reina de Corazones. A la reina que preside el banquete, María Antonieta, no le hace mucha gracia la broma de su homóloga naipera.
Tanta opulencia te cegará, así que el trance te llevará a algún paraje oriental desprovisto de lujos y adornos, extrañas caligrafías japonesas se agolpan delante de ti y sabores no imaginados dejarán alucinado a tu paladar. De la isla nipona caerás al océano. Te sentirás afortunado compartiendo mesa con el mismo Neptuno en su comedor de invitados incrustado en el lecho marino. Un frenesí de especies acuáticas te rodeará y amenizará tu cena como si de un cabaret se tratara.
Necesitarás parar, llegar a algo conocido. Casa, lar, lumbre, humo, trébede, paella, amigos, familia… vuelves a tu círculo de confort. Un rosario de cuentas de aceite te trae los sabores de tu infancia, sabe a cocina de casa, a campo, a día soleado y una explosión te trae el olor a la candela y te recuerdas siendo un orgulloso pinche de tu padre cuando hacía el arroz de los domingos.
Eres feliz. Juegas como los niños. Con las manos, con brillantes colores amasas la dulce despedida de tu nuevo mundo.
Te has dejado llevar por tu instinto y tomaste la pócima para vivir, la pócima para ser feliz.
Ésta vez, la Aduana no fue aduana sino frontera. La frontera de un sueño del que te despertarás, como Alicia, cuando la hoja de algún árbol de la calle caiga sobre ti; otoñal, sin color, inerte. Se acabó el cuento. Sigue vivo en tu recuerdo.
